¿Es posible una vitivinicultura chilena 100% orgánica y 100% sustentable?

Sí. Pero antes de ahondar en el tema me gustaría compartir una anécdota vivida años atrás. En una reunión internacional de enólogos, un profesional francés de la región de Aquitania (Burdeos y alrededores), reaccionó sorprendido ante el volumen total de producción de vinos de Chile. Este era menor al de la región donde él producía […]

Sí. Pero antes de ahondar en el tema me gustaría compartir una anécdota vivida años atrás. En una reunión internacional de enólogos, un profesional francés de la región de Aquitania (Burdeos y alrededores), reaccionó sorprendido ante el volumen total de producción de vinos de Chile. Este era menor al de la región donde él producía y, por cierto, notoriamente inferior al concepto que él tenía sobre este territorio productor del nuevo mundo. Ante esto me quedé pensando que claramente nuestro foco productivo no debería ser el volumen y el crecimiento de manera exponencial, amorfa e ilimitada, sino que debiéramos trabajar una vitivinicultura enfocada en la diferenciación con vinos que representen un concepto claro y unificador en sus diferencias.

Años han pasado de esa historia, pero de vez en cuando vuelve a mi cabeza la duda sobre qué elemento diferenciador utilizar al momento de hablar de vinos chilenos. En algún momento se pensó en variedades representativas del país, pero la diversidad de zonas y climas no permitió que nos pusiéramos de acuerdo en una. Si bien el Carmenère llegó a convertirse en un momento en la variedad que se asociaba inevitablemente a Chile, no logró concitar un apoyo transversal.

Luego vino una apuesta por la calidad, pero ahí se generó un concepto de vino chileno “bueno para el precio” o “gran calidad a bajo precio”, lo que con el tiempo se ha convertido en un lastre. Asociar calidad al precio es difícil y relativo. Por mucho que Wines of Chile ha intentado enfocar su estrategia comercial a vinos sobre cierto valor, esto no ha logrado aún enganchar a todos los productores ni en todos los mercados.

Por último, en años recientes se ha generado una corriente que busca hablar de historia, tradición y arraigo territorial para presentar el vino chileno. Sin embargo, esto alcanza a ciertos vinos, sin una clasificación clara, con mucha división y donde aún hay un trabajo técnico por consolidar y que acompañe estos productos campesinos, ancestrales o como se les quiera llamar.

En estos tres ejemplos hay sin embargo un concepto uniformador por un lado y discriminador por otro, que hace que sus conceptos no logren abarcar toda la producción vitivinícola nacional u opaquen la diversidad y versatilidad de estilos, territorios y en el fondo de vinos que se pueden elaborar en Chile.

¿Y si mejor pensamos en un elemento que le hable al futuro y de paso ayude a la agricultura a ser parte de la solución? En pocas palabras, ¿por qué no hacemos que toda nuestra vitivinicultura (viña y vino) sea orgánica y sustentable?

DECLARACIÓN DE INTENCIONES

Está bien, esto suena ambicioso, caro e incluso engorroso. Pero son este tipo de metas las que generan un verdadero relato y visión de futuro. Para esto por supuesto necesitamos una alianza entre el Estado y los productores, una alianza que incluya a todos los actores, con leyes, recursos económicos, capacitaciones, acompañamientos y, por sobre todo, voluntad. Pensar en que el vino chileno sea amigable y respetuoso con el medio ambiente no es sólo una imagen comercialmente potente, sino que es además una declaración de intenciones concreta y con proyección de futuro.

La producción y elaboración de productos certificados como orgánicos está regulado legalmente, existen normas nacionales e internacionales, con mayor o menor sustento técnico, pero que se deben cumplir para lograr su reconocimiento como tal. Si bien en Chile es el SAG el que regula la normativa orgánica, son empresas privadas las que se encargan de su certificación. Lo anterior lo hace un proceso no asequible a todos los productores por el costo, burocracia y en muchas ocasiones por lo engorroso de cumplir con ciertos requerimientos de las empresas certificadoras que van más allá de la ley misma. En este sentido pensar en una certificación pública, con un importante componente de autogestión y basado más en el espíritu de la norma que en procedimientos internos de las empresas certificadoras, permitiría acercar la producción orgánica a un mayor volumen de productores. Esto es generando instancias tanto públicas como privadas que puedan supervisar el proceso, que esta certificación se pueda extender a un conjunto de empresas que actúen de manera cooperativa y donde se simplifique el acceso tanto a la información legal como a las prácticas y productos autorizados. Generar un componente técnico y productivo más que comercial en la implementación de procesos orgánicos y su respectiva certificación.

 PLAN CONJUNTO

El Consorcio de I+D+i de Vinos de Chile elaboró hace unos años el Código de Sustentabilidad que ha certificado a un importante grupo de viñas y bodegas desde su creación. Este código tiene un componente vitícola, otro enológico y un tercero de responsabilidad social, a los cuales se ha agregado el enoturismo en su más reciente versión. Por el momento las empresas certificadas son viñas chilenas con un proceso productivo completo y que para ir avanzando en su certificación lo deben hacer también en el cumplimiento de metas. Es un sello reconocido y premiado internacionalmente, y que incluso ha llegado a convertirse en un requisito entre ciertos compradores.

Pensar en que toda la vitivinicultura chilena sea sustentable no es iluso, es real, pero para esto se necesita ver la forma de que abarque a toda la cadena productiva, desde pequeños productores de uvas hasta los diferentes tipos de distribuidores y comercializadores. Aquí también hay un proceso de acreditación llevado a cabo por privados y que debiera ser complementado por metodologías e instancias que lo ayuden a ser más accesible a todos los interesados del medio nacional, sin importar su tamaño o ámbito de acción dentro de la cadena vitivinícola.

Al principio se mencionaba que esto implica una alianza público – privada para sacar una estrategia tan ambiciosa adelante. Esto es así, no solo por la necesidad de recursos y de simplificación de normas (ojo, esto no es bajar los estándares, es hacerlos más aplicables y fáciles de cumplir para un mayor grupo de interesados, sean personas o empresas), sino porque es necesario entender que el escenario productivo chileno tiene actores de diferentes tamaños y por ende se debe trabajar pensando en un alcance global y que no lo convierta en algo inalcanzable.

Por ende, esta estrategia debería otorgar un rol importante a organismos como ODEPA, INDAP, FIA y SAG, además de un enfoque multisectorial que incluya a los ministerios de Economía, Desarrollo Social, Medio Ambiente, Ciencias, Educación, Salud e incluso Relaciones Exteriores a través de ProChile. También debe haber voluntad de parte de asociaciones gremiales como Vinos de Chile, SNA y las múltiples organizaciones de productores de uva y vino que hay a lo largo del país. Incorporar por supuesto a la academia a través de las universidades y los institutos técnico – profesionales, además de asociaciones de profesionales como el Colegio de Ingenieros Agrónomos y la Asociación de Ingenieros Agrónomos Enólogos de Chile, para aterrizar la estrategia y asegurar su aplicabilidad en terreno.

OBJETIVOS CONCRETOS

Volviendo a la pregunta inicial, ¿qué se gana con que toda la producción de uva para vino y la elaboración de este sea orgánico y sustentable? Esa puede ser quizás la primera pregunta que escucharemos de manera transversal. La respuesta es amplia pero no por eso poco concreta. Es básicamente asociar al vino chileno con un respeto al medio ambiente que permita proyectarlo a futuro. Conservando sus aspectos positivos como son la calidad y la diversidad, pero enmendando aquellos en que como actividad agropecuaria y agroindustrial hemos generado un efecto ecológico que aún estamos a tiempo de reponer.

El uso excesivo de químicos de síntesis, la explotación de cuencas hidrográficas o el remplazo de flora nativa por viñedos son sólo algunos de los elementos que mediante un producción orgánica y sustentable podemos enmendar y recuperar para el ecosistema nacional. Comercialmente también es una imagen potente, con un mensaje claro: todo el vino chileno desde el granel hasta los de alta gama son no sólo amigables, sino que respetuosos con el medioambiente. Desde ahí cada productor puede trabajar su imagen, estilo y calidad, pero avanzando todos con un objetivo común.

Lo anterior debe incluir no sólo a la viña, sino que traspasarse a las bodegas, a los equipos comerciales y logísticos, y por supuesto llegar al consumidor final. Quienes han trabajado en viñas orgánicas y ya han hecho el cambio de estrategia reconocen que las complejidades iniciales van desapareciendo una vez que el proceso pasa de ser una práctica a una forma de trabajo. Los costos pueden aumentar en una primera etapa y es por eso que es necesario contar con una certificación que no aumente estos costos y más aún que facilite las primeras etapas de implementación. Una economía de escala con muchos productores orgánicos acercaría esta práctica al bajar sus costos.

Los organismos públicos y privados mencionados anteriormente pueden realizar asesorías para pequeños productores y además revisar las normas para que nadie se quede abajo por un exceso de burocracia. Esto último no es menor, porque considerando la vocación exportadora del vino chileno es importante tener claras las normas de los principales países de destino, revisarlas, establecer mínimos comunes a todas las legislaciones internacionales y a partir de ahí trabajar la nuestra. Con el tiempo podemos ir aumentando los requisitos y avanzar en los aspectos técnicos a cumplir, pero no debemos ser nosotros quienes pongamos una barrera de entrada que haga que esta idea termine en algo elitista y sectario.

Todo esto por supuesto debe llevarse a cabo con criterios técnicos, agronómicos y enológicos, ya que la gran capacidad profesional que hay en Chile debe ser el punto de partida para esta y otras estrategias, no pensando en modas y tendencias, sino que dando un sustento científico con mirada a largo plazo y con el vino chileno como ejemplo de futuro e integración social, territorial y ambiental.

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